Extraído del libro EL ENEAGRAMA DE LA
SOCIEDAD
de Claudio Naranjo.
Prácticamente cada
cultura tiene su leyenda del paraíso: la idea de que se
ha «caído» de una condición mejor de vida, que se ha
perdido un estado de felicidad y armonía original o
primordial.
Sea o no verdadera la
idea de un paraíso al principio de nuestra historia,
tiene sentido pensar en el paraíso como principio fuera
del tiempo, un illo tempore mítico con respecto
al cual nuestro estado neurótico constituye una caída.
La religiosidad
occidental nos ha hablado de la caída como consecuencia
de un pecado, y correspondientemente nos habla de una
redención a través de la purificación de nuestros
pecados.
Pecado original, sin
embargo, no es sólo aquél que nos ha llegado desde
tiempos originarios como una plaga emocional (o
continuidad kármica) a través de las generaciones. Se
superponen en la noción de pecado original dos nociones:
la de pecado transmisible y la de principio del pecado,
su «origen» en el sentido especial de principio (arch)
o fundamento: una esencia de la caída más allá de
las diversas manifestaciones de la conciencia expulsada
del paraíso.
Decía San Agustín de
este meta-pecado que es el pecado original, que
comprende un aspecto de ignorantia y otro de
dificultas. Traduciríamos hoy: una perturbación de
la conciencia y una interferencia con la acción. Un
elemento no explícito en esta dicotomía Agustiniana pero
comúnmente entendido como aspecto esencial del pecado,
lo que los teólogos (como el venerable Beda) llamaban
«lo concupiscible» —apuntando a aquello que también los
budistas han visto al corazón del pecado— un hiper-deseo
(tanha, afín)
En el mundo moderno y
secular ya se habla poco de pecado, y se sospecha de los
que aún conservan el término en su vocabulario como de
tradicionalistas o culposos. En cambio se habla mucho de
patologías. Aplicamos al mal de la conciencia el
lenguaje de la medicina, y al hacerlo rescatamos sin
advertirlo el sentido original de la palabra pecado que
venía quedando casi olvidada tras la contaminación de la
noción de mal como disfunción con la de mal como maldad.
La perspectiva
psiquiátrica nos ha invitado a pensar no tanto en
maldades o conductas destructivas como en disfunciones,
confusiones o desviaciones de los impulsos. Y en esto
último nos encontramos con el significado original de
hamarteía —término prestado de la arquería con que
se designa el pecado en los Evangelios, y cuyo
significado original era el de no dar en el blanco.
Se encuentra aquí la
teología original con la psicopatología de hoy, porque
desde Freud también entendemos las fallas de la
psiquis como desviaciones energéticas —impedimentos
que se interponen entre la espontaneidad y la acción,
causando rebalses de la energía psíquica hacia fines
derivados.
La diferencia entre
pecados y patologías es, sin embargo, el locus de
la responsabilidad: en tanto que «pecado» acusa,
responsabilizando al individuo, «patología» excusa,
responsabilizando a causas pasadas o presentes más allá
del individuo mismo. De las patologías mentales e
interpersonales somos víctimas, de los pecados somos
responsables.
Obviamente, cada una
de las perspectivas tiene su utilidad y ambas se
complementan, pues somos a la vez seres físicos
instalados en un universo causal y seres más que
animales a quienes un destello de libertad hace
responsables.
¿Viene al caso hablar
de ciertas aberraciones básicas de la vida psíquica
—llámense pecados o patologías?
La tradición cristiana
nos responde que sí, y nos ofrece su enseñanza de los
pecados capitales —formas diferenciadas de expresión del
pecado único que están a la cabeza (caput) de
todo aquello que podemos hacer de mal en nuestra
relación con los demás, con la vida y con nosotros
mismos.
¿Qué son «tales
pecados»?
En tanto que las
patologías han sido descritas por la psicología
principalmente como constelaciones de síntomas o
características que pertenecen al ámbito de la acción
(«rasgos de carácter»), pecados tales como el orgullo o
la envidia apuntan al ámbito de la motivación.
Podemos decir que se
trata de deseos destructivos, deseos exagerados
—«pasiones»— aún cuando, a veces, no sean formas de
atracción sino de repulsión, y alguna de ellas pueda ser
descrita como una pasión de ser desapasionado. En tanto
que el amor da, las pasiones constituyen formas de
insaciabilidad: no puede ser satisfecha una necesidad
neurótica sino en forma transitoria porque en el fondo
exige algo inexistente. Atentamente consideradas, se
revelan como formas de una sed de ser que tienen su
asiento último en una pérdida de contacto con el ser
—una obnubilación espiritual.
Está claro que la
doctrina de los siete pecados capitales (así como la de
la trinidad) no se hace presente en los Evangelios.
Piensan los estudiosos que una y otra llegaron al seno
del cristianismo a través del contexto cultural
helenístico en que se desarrolló el cristianismo
temprano y en el cual pervivían doctrinas espirituales
provenientes de un esoterismo babilonio. Si bien no
encontramos en los Evangelios una mención sistemática de
los siete pecados, sí que los encontramos (con el goloso
como intemperante y el lujurioso como fornicador) aún
antes de que estos fueran escritos en una de las
epístolas de Horacio1 cada uno en relación
con un particular antídoto.
«Fervet avaritia
miseroque cupidine pectus:
Sunt verba et
voces, quibus hunc lenire dolorem
Possis, et magnam
rnorbi deponere partem.
Laudis amare
turnes: sunt certa piacida, quae te
Ter puré lecto
poterunt recreare libello.
Invidus,
iracundas, iners, vinosus, amatar,
Nemo adeo ferus
est ut non mitescere possit
Si modo cidturae
patientem commodet aurem.»
[El corazón humano
arde de avaricia y miserable afán; hay palabras y
fórmulas para calmar este sufrimiento y para curar, por
lo menos en parte, este mal. Te inflas de vanidad: hay
ciertas expiaciones que pueden revivirte si lees
cabalmente tres veces cierto libro. El envidioso, el
iracundo, el indolente, el ebrio, el sensual —ninguno es
tan salvaje que no pueda ser domesticado, siempre que
tenga la paciencia de dedicarse a aprender.]
El primer testimonio escrito que tenemos acerca de los
pecados en la tradición cristiana me parece el más
perceptivo de todos —reflejo seguramente de la sutileza
de los padres del desierto y de su participación en una
tradición viva. Entre los ermitaños (que constituyeron
el corazón del cristianismo de los primeros siglos) fue
Evagrius (nacido en Grecia) el primero que nos legó
escritos. Se piensa que él fue el primero en reunir en
forma de un sistema coherente la enseñanza de los padres
del desierto con respecto a la vida de oración. La vida
ascética para Evagrio es «el método espiritual cuyo
objetivo es purificar la parte del alma que es el
asiento de las pasiones.»
Se ha dicho que los padres del desierto pudieron
elaborar la teoría de los pecados porque tenían también
la práctica. Evagrio fue el heredero de Orígenes y de
Gregorio de Nisa, así como discípulo directo de aquel a
quien Dante, en su paraíso de los contemplativos, llama
«El Gran Macario». Dice Bamberger en su introducción al
The Praktikos & Chapters on Prayer2
de Evagrio que fue él el primer «anatomista de las
pasiones de la psiquis, tanto en sus
manifestaciones en la conducta como en su actividad
intra-psíquica.»
Cito a Evagrio:
«El temor a Dios3 fortifica
tu fe, hijo. La continencia, a su vez, afirma este
miedo. La paciencia y la esperanza hacen esta virtud
algo sólido e inconmovible y dan nacimiento a la
apatheia.
Ahora bien, esta apatheia tiene por
descendencia a ágape, que guarda la puerta
hacia al conocimiento profundo de la creación. A este
conocimiento, por último suceden la teología (con lo
cual quiere decir, naturalmente, sabiduría o gnosis)
y la beatitud suprema.»
Es interesante
observar que en la formulación de los pecados capitales
por Evagrio —primera de todas— la lista no abarca siete,
sino ocho. Tanto o más interesante es que Evagrio no los
llame pecados, sino que los aborda como «pensamientos»
—«malos pensamientos» (diríamos hoy «pensamientos
destructivos») y más adelante «pensamientos
apasionados.»
Incluye la lista de
Evagrio, aparte del orgullo (que encabeza la lista
actual Gregoriana, pero que en la suya era el
último), la vanagloria. La describe como un pecado sutil
que se desarrolla con facilidad en almas que practican
la virtud, y que los lleva a querer que sus esfuerzos
sean públicamente conocidos, pues buscan el
reconocimiento. Además de los siete pecados que reconoce
nuestro sistema Gregoriano, Evagrio reconoce esa falta
por la cual a veces se identifica al demonio cuando se
lo llama «el señor de las mentira.» Ya antes de Evagrio,
en el «Testamento de los Patriarcas», se habla del
«espíritu de la mentira», y aparentemente heredó Evagrio
una tradición más antigua que reconoce el «espíritu de
la mentira» como algo subyacente a los otros siete. Un
conocedor de los caracteres humanos podría tal vez
encontrar más apropiado hoy en día las expresiones
<falsedad,» «inautenticidad.» Por eso no se puede pensar
propiamente en una doctrina diferente cuando los
teólogos posteriores hablaron de los siete pecados
capitales. El reconocimiento de esta heptada, de este
espectro o de ese arcoiris del pecado se puede decir que
es común a la época anterior y a la posterior.
Para uno con un
conocimiento práctico y vivo de la psicología de los
pecados será fácil reconocer que la tristizia
(tristeza) de Evagrio haya sido remplazada por la
envidia: la envidia se asocia a la tristeza, pues un
sentimiento de desvalor no puede dejar de ser un
sentimiento triste, de la misma manera que a la falsa
abundancia del orgullo hace de esta una pasión alegre.
De particular relevancia es la autoridad de Evagrio en
la descripción de la acidia, que el llamaba el demonio
del mediodía, y cuya acción en la vida interior del
asceta (es decir, el que busca la hesichias, apatheia
o paz espiritual) es esa falta de cuidado (chedia
en griego) en que tanto tiene necesidad de darse
ánimos —ya que es grande la tentación de distraerse de
la concentración sobre lo divino y aún de dejar la
propia celda. Nos dice de la acidia Evagrio que ésta es
la más grande de las aflicciones, y por lo tanto la
ocasión de la más grande de las purificaciones.
Parecería que los
padres del desierto verdaderamente sabían lo que era el
olvido de Dios (la maldición de la pereza espiritual) en
tanto que monjes cenobíticos de generaciones posteriores
—seguramente más extrovertidos y más activos— le dieron
al término un significado simple de «pereza»4
Este cambio de énfasis es también el olvido del
significado original de la acidia, que refleja un
deterioro de la tradición. Como tanto ha sido el caso
durante la historia del cristianismo, una ortodoxia
fanática llegó a la desconexión con sus fuentes y a la
pérdida de un conocimiento de primera mano. Cuando se
consideró herejía el origenismo, Evagrio mismo pasó a
ser un hereje, y esto ciertamente contribuyó a que fuera
silenciado y relativamente olvidado -sin que por ello
dejara de ser un eslabón importantísimo de la tradición.
Aunque parecería que
la comprensión viviente de los pecados capitales se
hubiese ido perdiendo en el seno del cristianismo, hemos
visto en el mundo de la psicología reactivarse el
interés y visión de estados anímicos tan fundamentales
como la envidia y el orgullo.
Digo la envidia
primero, ya que Melanie Klein es más recordada hoy en
día que Karen Horney, que nos legó su visión de la
neurosis como una venta del alma al demonio a cambio de
gloria. Así como a Horney le pareció lo fundamental en
toda neurosis el orgullo y la «tiranía del debiera»,
(sustentada por la necesidad de mantener la imagen
idealizada que exige y mantiene el orgullo) no creo que
se pueda decir que Melanie Klein nos haya legado
explícitamente una doctrina de la envidia como
psicopatología fundamental, pero me parece que
implícitamente sí lo hace con su visión de la envidia
como una especie de pecado original: un mal que nos
llega genéticamente, como un aspecto de un instinto de
la muerte inseparable de nuestra naturaleza.
Después de muchos años
de experiencia psicoterapéutica me parece que
interpretar la conducta neurótica desde la envidia o
interpretarla como expresión de un impulso fundamental
de orgullo, sirve, pero sirve especialmente en personas
para quienes lo uno o lo otro constituyen el pecado o
pasión dominante. Es natural que una persona envidiosa
(y a propósito, me parece reconocer que éste es uno de
los más comunes entre los caracteres en el mundo de la
psicoterapia) pueda verse mucho mejor a la luz de una
interpretación que le refleja a cada paso su envidia,
que a la luz de una interpretación desde el miedo.
Digo del miedo y no
otra cosa porque ha sido el miedo la interpretación más
común en la psicología desde Freud: se puede decir que
la angustia (miedo irracional) es en la teoría de Freud
lo que el espíritu de la mentira en la de Evagrio: un
mal fundamental, una raíz de la conciencia enferma.
Un colega mío en la
clínica psiquiátrica en la Universidad de Chile les
reprochaba a los psicoanalistas que utilizaran la
angustia para explicarlo todo. Y creo que con razón,
pues para explicar los actos de una persona se recurre a
la angustia (y secundariamente al odio) más que al
orgullo, la envidia y otras formas de la motivación
deficitaria específicas. Como en muchos casos la
interpretación es acertada, ello alimenta la tentación
de sobre-generalizar.
La explicación
fundamental de la neurosis en el psicoanálisis es,
entonces, el miedo infantil, surgido de la indefensión y
dependencia del niño ante la autoridad de los padres. Es
el miedo el que nos ha inhibido, contrarrestando la
fuerza de nuestra instintividad. Freud le puso por
título a uno de sus libros Inhibición, Síntoma y
Angustia, con el que ya anunciaba la idea de que la
angustia incita aquella inhibición de la cual proceden
los síntomas (preferiríamos decir hoy «el sufrimiento
neurótico»).
Es curioso que el
cristianismo, que tanto ha exaltado la sangre de sus
mártires, no haya incluido la cobardía entre sus
pecados. O más bien: no es tan curioso. Nietzsche nos ha
legado en su Genealogía de la Moral la teoría de
que nuestro ethos deriva del pueblo judío, sólo
salido de la esclavitud para recaer en ella con el
exilio, así como del cristianismo temprano perseguido.
Le reprochó Nietzsche al cristianismo lo que él llamaba
«una moral de esclavos», una moral de castrados
—diríamos en nuestros tiempos post-Freudianos— que se ha
concentrado en la virtud de la humildad descuidando el
reconocimiento de la vieja aret, de los paganos.
(El término griego aret se traduce por virtud,
pero lleva la connotación de coraje.)
Me parece coherente
que el reconocimiento del énfasis en el miedo como
problema fundamental de la persona haya coincidido con
una época de grandes revoluciones a través de la cual el
mundo se ha liberado de una buena dosis de
autoritarismo. Es coherente pensar que una sociedad
autoritaria, cuya estructura fundamental es de imponerse
a través del miedo, se haya apoyado en el secreto. Por
eso, justamente, ha sido terapéutico el reconocimiento
del enemigo interior, como en algunos cuentos de hadas
es característico del enemigo que desaparece cuando el
héroe pronuncia su nombre.
Uno que haya
reconocido todo el territorio al que vengo aludiendo en
estos párrafos acerca de los pecados, no podrá dejar de
interesarse en una teoría psicológica que resume todo lo
dicho y a la vez lo sobrepasa, como es la que ha
inspirado este libro.
Me refiero a la
aplicación al ámbito de la personalidad del «eneagrama»
—expresión emblemática de procesos universales que nos
llega de una tradición espiritual preservada en Asia
Central. Fue a través de Gurdjieff que nos llegaron por
primera vez públicamente noticias de este cristianismo
esotérico con raíces pre-cristianas babilónicas (una
influencia transmitida a través de la espiritualidad
Irania) y que él caracterizó como un «cuarto camino»
entre las formas de espiritualidad clásica.
El eneagrama es una
construcción geométrica simbólica que se ha dicho
emblemática de esta tradición —y equivale a una
expresión abstracta de leyes universales: la «ley del
tres» y la «ley del siete.» Sin entrar en ello, diré
sólo que, aplicado a los caracteres, el gráfico sugiere
que detrás de la multitud de estos (nueve en esta
visión) hay tres aspectos de la psiquis de los
que derivan los demás. Y de estos, además, uno de ellos
es el fundamental: lo concebiremos como una
inconsciencia activa.
Naturalmente esto se
ha redescubierto en la psicología —y la idea fundamental
de Freud es el inconsciente, para él la psicología de la
neurosis es la psicología del inconsciente. Más propio
enfatizar el verbo que el substantivo, sin embargo, y
decir «la inconsciencia», la voluntad de no saber. Hoy
en día se ha llegado a reconocer el rol fundamental en
el camino de transformación del percatarse —a todos los
niveles, desde lo corporal, pasando por la conducta
(particularmente la conducta interpersonal) a lo
emocional, al pensamiento y aún a esa conciencia de la
conciencia misma que se subraya en las tradiciones
espirituales.
No sé cuántos de mis
lectores conocerán las ideas de Gurdjieff a través del
testimonio que nos ha dejado Ouspenski de sus
conversaciones, ideas y actividades. Cuando yo
preguntaba a las personas que venían a mí en California
(donde estuve activo en la década del setenta) de dónde
venían, espiritualmente hablando —cuáles habían sido sus
fuentes, qué cosas destacaban en su autobiografía
espiritual— Gurdjieff estaba en boca de por lo menos la
mitad de ellos. Aunque hasta hace poco tiempo su nombre
sonara poco en el mundo, se puede decir que estuvo
especialmente presente para muchos buscadores con buen
olfato, o, como él decía, «con un centro magnético bien
desarrollado.»
Gurdjieff fue una
especie de Sócrates ruso de comienzos de siglo. En mi
vida fue decisivo encontrarme de adolescente con un
verdadero maestro espiritual que me hizo saber que había
personas que sabían, en el más pleno sentido de la
palabra. Que verdaderamente existía un conocimiento
esotérico viviente. En un periodo posterior de mi vida
fui parte de la escuela de Gurdjieff, o mejor dicho, de
la escuela que quedó después de su muerte, cuando el
centro lo constituía madame de Salzmann. Tuve el
privilegio de participar en una convivencia de
discípulos selectos y maestros experimentados durante
una reunión como no había tenido lugar desde los
comienzos de la Segunda Guerra Mundial, cuando se vendió
el centro en Fontainebleau, y la comunidad ya dispersa
acudía a escuchar a Gurdjieff en los cafetines de París.
Pero precisamente por la ocasión privilegiada de una
cercanía al corazón de esa escuela pude desilusionarme
tempranamente —en el sentido de que no me pareció
encontrar en la escuela que Gurdjieff dejara tras de sí
un linaje viviente (en el más pleno de los sentidos).
Por esto y también por no perder la esperanza de
encontrar a alguien que encarnase ese conocimiento del
que Gurdjieff nos había traído destellos, me interesé en
Idries Shah cuando a través de su libro Los Sufies
nos dio noticia de un contacto con esa tradición que
él llama Sufi pero que los ortodoxos no consideran una
expresión típica del sufismo.
A través de las
informaciones de Shah supe de la técnica shattari
o método veloz, y de su pervivencia entre algunos
Naqshbandis contemporáneos. A través de los materiales
dados a conocer en un grupo de estudio dirigido por
Idries Shah al que pertenecí, tuve también nuevas
noticias acerca de los Sarmouni, de los cuales nadie
había sabido nada desde la autobiografía de Gurdjieff.
Siento que fue un regalo para mí esta información por
cuanto me llevó al contacto con alguien que habría de
tener un profundo impacto en mi vida.
El conocimiento del
protoanálisis y las disciplinas espirituales
relacionadas con el eneagrama fueron menos importantes
para mí que el impacto vivo del trabajo realizado junto
con Oscar Ichazo, que se dio a conocer en Sudamérica en
la década del sesenta como alguien que había recibido su
educación superior espiritual en aquella recóndita
escuela, con la cual no era el único que buscaba una
conexión.
En una de mis
reuniones tempranas con Ichazo me describió éste las
disciplinas por que atravesaría trabajando con él. Al «protoanálisis»
(un periodo de toma de conciencia de la propia
personalidad) sucedería un trabajo en las virtudes, a
través de técnicas especializadas, así como
eventualmente una tarea grupal de «reducción del ego» a
través de la propia conducta y de la crítica de los
demás. Eso nos prepararía para la experiencia de trabajo
con el «catalizador» correspondiente a la fijación
personal —trabajo que, en caso de ser bien hecho, debe
llevar a un primer nivel de experiencia mística. Su
trabajo comprendería además el desarrollo de los
«centros», la activación de los chakras, la
elevación de la kundalini y la sensibilización de
los lataifs.
A pesar de las muchas
dudas que me inspiró el contacto con Ichazo, decidí
aceptar su sugerencia de darme la oportunidad de la
experiencia —y para hablar simplemente, diré que me
alegro de haberlo hecho. A la experiencia de una primera
temporada de contacto cotidiano en Santiago de Chile,
siguió la de varios meses, en compañía de un grupo,
durante el año siguiente en el oasis de Azapa (cercano a
Arica, en el extremo norte de Chile) —un peregrinaje que
fue para mí el comienzo de una vida superior.
Con respecto a esta
experiencia, el conocimiento del protoanálisis y otras
aplicaciones del eneagrama a la comprensión de la
personalidad y al trabajo interior fueron algo así como
un «regalo de despedida». Tal vez me surge explicarlo
así porque al regalo del desierto siguió el regalo de ir
entendiendo, a mi retorno al mundo, cosas que me han
permitido la satisfacción de ayudar mucho a los demás.
En las páginas
siguientes me propondré transmitir sucintamente lo
transmitido por Ichazo con respecto al uso del eneagrama
como mapa del centro emocional inferior — o ámbito de
las pasiones. Antes, sin embargo, quiero mencionar que
durante una de las primeras reuniones que tuve con
Ichazo dibujó él un eneagrama con los nombres de las
pasiones en los puntos correspondientes y me pidió que
me ubicase en el mapa. Emití dos hipótesis, y en ambas
me equivoqué.
Por aquel entonces
llevaba tras de mí años de psicoanálisis, trabajo en la
línea de Gurdjieff, terapia gestáltica, grupos de
encuentro y otras indagaciones. Pese a lo mucho que todo
esto me había ayudado no supe acertar ni a la primera
vez, ni a la segunda, sin embargo, lo que él me señaló
(quizás lo último que se me hubiera ocurrido) me resultó
obvio horas después, y en el curso del tiempo contribuyó
a una comprensión mucho más profunda de mí mismo.
Decía Ichazo, como
antes Gurdjieff, que es difícil para una persona llegar
a conocer por sí misma su defecto fundamental. Y así
como es difícil el autodiagnóstico, es difícil el ajeno.
Ichazo, sin embargo, era un especialista y su herencia
en esta materia fue el apuntar a la pasión dominante de
cada uno de quienes trabajamos con él. El mapa según el
cual se orientaba en ello era una aplicación específica
del eneagrama a la personalidad: el eneagrama de las
pasiones, que reproduzco a continuación.
La visión de la
«anatomía de la neurosis» que nos presenta el eneagrama
es una en que se puede decir como de igualmente
destacada importancia el miedo de los Freudianos y la
«mentira» de los antiguos rabinos; la inhibición
angustiosa y la falsificación de sí mismo,
inautenticidad o vanidad.
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